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Los incomprendidos del sistema

Un número cada vez mayor de personas muestran características que son consideradas diferentes por el resto de la sociedad.

“Yo pensaba que estaba sordo. Le hablaba y no me miraba, seguía jugando con sus autitos. Hasta cuando se escuchaba un ruido fuerte, él ni se inmutaba. Entonces me di cuenta que había algo raro y lo llevé al médico”. Cecilia, mamá de Facundo, recuerda así el momento en que decidió consultar.

Facundo es un nene de once años. Vive en San Miguel, en una casa un poco apartada del centro junto a sus padres y hermanas. Su vida es tan común como la de cualquier otro chico de su edad: va al colegio, juega a la Playstation, hace la tarea, realiza deportes. Lo único diferente en Facundo es que tiene síndrome de Asperger.

 

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No hay que ser muy diestro a la hora de buscar información sobre el síndrome de Asperger. Simplemente tipear en el navegador “Asperger” y observar la infinita variedad de datos que se despliegan al respecto. Los mitos y falsas noticias abundan. Pero si se buscase una definición, la más acertada sería la dada por la Asociación Asperger Argentina. Síndrome de Asperger: “una condición del neurodesarrollo, una variación del desarrollo que acompaña a las personas durante toda la vida. Influye en las formas en que éstas dan sentido al mundo, procesan la información y se relacionan con los otros”. Actualmente, se encuentra clasificado dentro de los Trastornos del Espectro Autista (TEA). Según la última estadística de la Asociación Argentina de Padres de chicos con Autismo (APAdeA), se calcula que hay aproximadamente 400 mil personas en Argentina que tienen autismo o TEA, es decir que engloban algunas de las características propias de este trastorno. Aún no se ha logrado identificar una única causa que explique esta condición. Por ahora solo se sabe que el cuadro clínico de los TEA aparece como una influencia de múltiples factores, desde genéticos, ambientales y hasta, sorprendentemente, alimenticios.

 

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Es jueves y hay un sol radiante que se cuela por las ventanas. Son las 5 de la tarde y ya es la hora de la merienda. Facundo está sentado mirando la tele en el living de su casa. Me mira y se ríe, al parecer divertido ante un chiste interno que no comparte conmigo. El lugar es espacioso, cuenta con tres sillones para comodidad de los cinco integrantes de la casa. Pegado a ese ambiente está la cocina, donde Cecilia prepara sus infaltables bizcochuelos de chocolate para acompañar los mates.

Hace once años y con un día igual de soleado, Cecilia se enteró que estaba embarazada nuevamente, después de trece años y dos cesáreas. Era un embarazo de riesgo, pero decidió llevarlo adelante junto a su marido, Ernesto.

“Fue todo un quilombo. Yo ya era una persona grande cuando lo tuve, tenía la vida hecha –cuenta mientras cocina–. No sabíamos qué hacer cuando nos enteramos de lo que tenía Facundo. Probamos muchos especialistas: neurólogos, psicólogos, terapistas ocupacionales, fonoaudiólogos… ya ni me acuerdo que más. Pasamos por todos”.

“No entendíamos qué tenía de diferente, si físicamente se veía igual a todos los nenes. Pero se lo notaba distinto en su comportamiento, hasta en cómo hablaba”, añade Ernesto.

Las personas con Asperger no tienen tentáculos ni un tercer ojo, tampoco una joroba cual Quasimodo. Muestran una apariencia física normal, de ahí la extrañeza del papá de Facundo. Si bien esta condición –no enfermedad, aclaran especialistas– no tiene cura, la intervención temprana puede hacer una gran diferencia en la calidad de vida de las personas que manifiestan este trastorno.

 

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Un cuarto blanco con cuatro sillas y una mesa en el medio. Un cuadro solitario colgando de una pared. Juguetes tirados en el piso, casi pidiendo a gritos las manos de un nene travieso.

La mamá de Facundo se encuentra en el medio de esa habitación, paseándose nerviosa. Está esperando a Soledad y Natalia, psicopedagoga y psicóloga, respectivamente. Van a brindarle un informe de evolución, o retroceso, del tratamiento de Facundo. Al recibir el papel, sus manos tiemblan. Sus ojos pasean la vista por el documento, devorando cada palabra. Sonríe.

Está avanzando.

Me tiende el papel, como dándome permiso para espiar lo que indican las especialistas.

“Área: habilidades sociales. Facundo muestra entusiasmo y disfruta del grupo de habilidades sociales. Logra participar de las actividades propuestas, sostiene conversaciones y juegos con compañeros. En algunas oportunidades, persisten algunas conductas de búsqueda de contacto corporal excesivo con el otro o en situaciones inapropiadas, pero han disminuido considerablemente. Este año comenzó a utilizar Whatsapp, participando de grupos. En general lo hace de forma apropiada, pero requiere supervisión ya que le sucedió de responder de manera incoherente por no comprender o lograr seguir la conversación”.

Cecilia alzó los ojos y asintió, animándome a continuar leyendo.

“Área: lenguaje y comunicación. Facundo logra expresar de forma oral ideas y sentimientos. En el último tiempo se observa una mejor estructuración del discurso. En algunas oportunidades, Facundo repite expresiones o palabras que pueden resultar inapropiadas de acuerdo al contexto en el cual se las emplea. Se muestra interesado por los chistes y en entender su significado. Muchas veces se ríe de los mismos, sin llegar a comprenderlos”.

Las personas que se encuentran dentro del espectro autista viven alojadas en un universo sensorial y mental diferente al patrón que está establecido -no se sabe por quién- para el resto de los humanos. Carecen de malicia, no comprenden las metáforas ni los chistes, tampoco las dobles intenciones ni la importancia del espacio personal; tienen una anomalía –¿genética?– que se basa en la dificultad para entender las normas no escritas, no soportan la frustración ni la espera y les cuesta adaptarse a los cambios, siempre impredecibles, de las situaciones sociales. Su cerebro es algo enigmático, por lo menos para el resto de los mortales. Deslumbran sus mentes prodigiosas, su detallismo extremo y su focalización en un interés dominante. Pero hay algo fundamental en ellos: no desarrollan espontáneamente aquello a lo que los demás nadie les tiene que enseñar.

 

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En la búsqueda exhaustiva de información que me llevara a comprender (por lo menos un poco) esta condición, me topé de narices con un dato sobre el rol del Estado en este campo. En el año 2014 se aprobó la Ley Nacional 27.043. La misma tendría que garantizar el abordaje integral e interdisciplinario, como así también la cobertura médica terapéutica, a las personas autistas. Además, proclama promover la investigación clínica y epidemiológica, detección temprana, diagnóstico y tratamiento, la difusión de la información y el acceso a las obras sociales. También, pide la puesta en marcha de la elaboración de registros sobre el tema, dado que en Argentina -dato no menor- no existen estadísticas desagregadas. Pasaron cinco años desde que se aprobó esta ley. Aún sigue sin ser reglamentada.

“¿Sabes la burocracia que es la obra social?, son un dolor de cabeza, te dan mil vueltas para todo”, dice Ernesto. “Tardaron tres meses en pagarle a la psicóloga. Gasto más en copias para llevar ahí, que en nafta”, agrega.

Facundo es uno más de los 400 mil casos registrados del espectro autista en Argentina. La experiencia enseña que no hay lagunas de dolor inabordables, ni rejas de silencio inquebrantables como para cerrar con llave el paso al amor de los padres y al tratamiento eficaz de los profesionales de la salud. Pero no todos los casos son iguales. Este síndrome es uno de los más comunes, pero también, menos conocido entre la población, e incluso por muchos expertos. La falta de información, el desconocimiento de sus características y los diagnósticos tardíos (o incluso erróneos), hacen de estos chicos un blanco fácil para el bullying o acoso.

—Él tuvo suerte, siempre fue muy contenido en el colegio y por nosotros. Sus compañeros tratan de entenderlo e integrarlo, también hay un trabajo de los padres por atrás. Pero hay chicos a los que los maltratan, los excluyen– reflexiona Ernesto en voz alta.

—Sin ir más lejos, uno de los amiguitos del grupo de terapia de Facundo se tuvo que cambiar de colegio. Los compañeros lo insultaban, le decían “boludito”. Le hacían la vida imposible. Y el grupo docente tampoco ayudaba– añade Cecilia.

Hay centenares de historias al respecto: personas incomprendidas por el sistema escolar. O por el sistema en sí mismo, que los obliga a exiliarse.

—Me acuerdo de estar viendo el noticiero y justo pasaban la noticia de una mamá que fue a Quien quiere ser millonario. ¿Viste el programa de Telefé? Bueno, ese. Contaba que su hijo tiene Asperger y que la escuela no lo quería aceptar. Unos hijos de puta los de la escuela, siempre hay de esos. El nene vivía encerrado en su pieza. Me largué a llorar ahí nomás– dice Cecilia, con la mirada ausente.

Pareciera estar rememorando ese momento, quizás pensando que no es la única. La única de la mano de uno de los incomprendidos, en una sociedad prejuiciosa que se jacta de seguir los parámetros -invisibles- dominantes, en donde ellos parecieran no tener lugar. En donde son los raros, los freaks.

Pero no todo es oscuridad para ellos. En la era de la globalización y la información instantánea, ya no están ocultos entre las sombras. Quizás en un futuro no muy lejano, se pueda cambiar ese rechazo hacia lo diferente.

Mientras tanto, Cecilia sigue con la mirada ausente.

 

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