Copas en comunidad
Como formar y mantener una clientela ligada a los bares con el correr de los años. El testimonio de uno de los parroquianos más conocidos de Hurlingham.
Pasaba caminando habitualmente por esa cuadra, como parte de mi recorrido de todos los días hasta llegar a la estación Rubén Darío del Ferrocarril Urquiza. Una fachada gris, roja y verde, y con la puerta entreabierta, por donde se escurrían los riffs más conocidos del blues y del heavy metal. La máquina de café siempre en funcionamiento y el ruido de la vajilla que se deslizaba por la barra hasta llegar a las manos de Don Vitor, que entraba en calor desde temprano con una copita de boussac. En un costado, la ginebra lista que sigue esperando a Luca. “¡El café de la mesa de la ventana!”, se escuchaba claro y fuerte desde la cocina.
Pero un día no vi el movimiento que siempre había en el local, la música ya no se escuchaba y las persianas estaban bajas. Mis sospechas se corroboraron cuando vi un cartel pegado en la puerta: “Cerrado”. Con el paso de los días nada cambió. ¿Le habrá pasado algo a Miguel?
La intriga me acompañaba todos los días, con la esperanza de que alguna vez iba a volver a cruzarlo. Ese día llegó. En uno de mis viajes en el tren Urquiza lo vi pasar por los vagones vendiendo candados. Cuando pasó por el vagón donde estaba sentado hice contacto visual con él, y cuando me miró le hice señas. En un principio, me mostré interesado por los candados, pero después de hacerle algunas preguntas sobre los productos que vendía, con algo de temor le pregunté: “Usted es Miguel, él del bar de Hurlingham, ¿no?”. Esbozó una sonrisa y me contestó que sí, pero como no teníamos mucho tiempo para charlar arriba del tren y estaba interrumpiendo su horario de trabajo quedamos en encontrarnos un día en el andén de Rubén Darío, donde todos los días comienza y termina su jornada laboral.
Fui a su encuentro un sábado a la mañana. Cuando llegué a la estación, él me estaba esperando con su bolso a un costado como acostumbraba. Miguel es un hombre de unos 60 años, canoso y peinado a la gomina. Me acerqué y con un apretón de manos mediante me presenté y le comenté que me interesaba saber sobre su trayectoria en el bar y por qué había cerrado un lugar tan convocante y simbólico de la zona. “El bar de Miguelito empezó a funcionar en los 90, pero yo con los bares venía de antes”, me dijo. Desde el año 79 hasta el 92 trabajó en un bar en el andén de la estación Hurlingham del ferrocarril San Martín como empleado. “Se trabajaba al estaño, al paso”. A él le tocaba el turno noche. Doce largas horas que empezaban a las seis de la tarde, cuando iba cayendo el sol. La gente bajaba del tren cuando volvía de trabajar y la copita en el bar era parada obligada antes de volver a sus casas. “Ese bar era el de los de la Goodyear”, cuenta, a donde iban también trabajadores de otras fábricas de la zona y algunos vendedores ambulantes.
Siempre se dedicó al rubro gastronómico; empezó trabajando en el comedor de Aeroparque, luego en campamentos de vialidad y finalmente en el andén del ferrocarril.
“Siempre me gustó trabajar en comunidad. Mis trabajos anteriores me dieron el roce y el tacto que necesitaba para mirar a los clientes y saber cuál me podía hacer problemas o irse sin pagar lo que consumía”. Por comunidad Miguel hacía referencia a una clientela fija donde todos se conocían y había confianza entre ellos. Tácitamente existían formas y comportamientos que debían ser respetados para poder formar parte del grupo. En un ambiente “pesado”, Miguel tenía cuatro o cinco clientes de referencia que venían en diferentes horarios y lo ayudaban a tener el lugar dominado y en orden. “Ellos tenían manejo sobre el resto, iban controlando la gente que venía”, dijo. De esta manera, los nuevos clientes tenían que adecuarse al sistema que estaba impuesto. “Con estos referentes tenía que ser agraciado, tenía que invitarle siempre una copita más o un trago. Si había algún problema yo sabía que iban a saltar por mí”. Muchas veces le pasó que tuvo que echar gente del bar porque el exceso de alcohol los ponía violentos y comenzaban a molestar al resto. Pero la situación no terminaba ahí: en la semana volvían a las puteadas e incluso el clima se tensaba más cuando a las amenazas se le sumaban armas. “Una vez un policía estaba tan borracho que, en vez de dispararme, me tiró la “Bersa” por la cabeza. Como al bar venían canas amigos de él, les di el arma para que se la devolvieran. El tipo ese no vino más por vergüenza”.
Miguel consideraba que, además de beber, la gente tenía que comer bien y barato, por lo que incorporó un sistema de menú que le sirvió como gancho para mantener contentos a los clientes de siempre e incorporar algunos nuevos. Les cobraba una seña para asegurarse de que vinieran y los esperaba con la comida lista. Preparaba carne a la parrilla, chorizos y milanesa, acompañados por papas fritas o ensalada. Cuando se venía el frío también preparaba guisos.
“Miguelito, un ginebro”, se escuchaba en un precario español. Era la voz de Luca Prodan, que hacía su habitual pedido mientras se acodaba a la barra. Desde que había llegado a la Argentina frecuentaba el bar de Miguel y siempre compartían unos tragos. La relación entre ellos era tal que incluso lo ayudaba a baldear o acomodar las cosas cuando estaba por cerrar. El “Bocha” Sokol era otro referente de la música con el que trabó una gran amistad. De esta manera, bandas que frecuentaban la zona de Hurlingham como Sumo y otras de ese estilo fueron forjando el gusto musical de la Comunidad.
La Comunidad empezó con alrededor de 30 personas hasta llegar a 250 el día que tuvieron que cerrar el local del andén. Cuando se derogó la Ley Federal dentro del ámbito del ferrocarril y pasó a ser municipal, el dueño del bar recibió una orden de desalojo y no pudo continuar con el negocio en la estación. Organizaron una fiesta de despedida al costado del bar con música en vivo y carne a la parrilla toda la noche. “Los vecinos llamaron a la policía por ruidos molestos y vinieron tres patrulleros. Los oficiales, en vez de dispersar a la gente, se sumaron a la fiesta”.
Miguel sabía que la Comunidad giraba en torno a su figura y que tendría su banca en caso de continuar con el emprendimiento en otro lado. Esto sumado a la experiencia y las situaciones que aprendió a manejar en el anterior bar lo impulsaron a abrir su propio negocio. Ubicado sobre la calle Jauretche y a metros de la estación Rubén Darío del tren Urquiza, en 1992, comenzó a funcionar el “Bar de Miguelito”. El nombre fue en honor al apodo que le había puesto su amigo Luca Prodan, que ya había fallecido en 1987.
Era un bar de impronta popular donde siempre sonaba punk, rock y blues. Tomando
como referencia la puerta de entrada, a la derecha estaba la barra y la cocina, conservando el estilo del anterior bar. Desde allí, Miguel atendía a los clientes con la cocina a la vista. A sus espaldas tenía acomodadas en un estante las bebidas blancas que consumían. Siempre trabajó solo o, a lo sumo, con un ayudante de cocina. Del otro lado había mesas, algunas al lado de la ventana con vista a la calle. Las paredes estaban llenas de fotos, posters y regalos hechos por sus amigos músicos, muchos de ellos con dedicatorias y autógrafos.
Para forjar la relación con la gente de la Comunidad, Miguel dejaba que los clientes propusieran la banda musical que iba a escucharse un día o el menú que querían que preparara.
Él sabía que para mantener la clientela del bar anterior y sumar nueva gente debía mantener la calidad en la comida a un precio popular y la atención, que eran los factores por los cuales se diferenciaba. En esta nueva etapa se sumaron muchos vendedores ambulantes del ferrocarril Urquiza: “¡No sabés cómo cocina Miguel!”, les decían los del San Martín.
Organizaban comidas para el fin de semana y aportaban todos los días para armar la “vaquita”. Cuando se iban los clientes ocasionales quedaban “los de siempre”. “El bar estaba cerrado pero abierto”, se quedaban los que formaban parte de la Comunidad y jugaban a las cartas, veían los partidos por el codificado.
Muchos lo elegían por su carisma y atención. “La gente venía para cagarse de risa. Tenía tema de charla siempre y frases hechas para cada cliente”. También era muy hábil escuchando, y aprovechaba lo que le contaban unos para usarlo como sugerencias y consejos para otros. Tenía mucha inventiva y creatividad para llevar adelante las charlas.
Largas noches dedicó Miguel para mantener activa y siempre estable la Comunidad. Muchas veces ni siquiera volvía a su casa a dormir. Sin embargo, antes de irse entre todos colaboraban para limpiar y ordenar el bar. Siempre le daban una mano.
Hombre de principios e ideas claras, nunca quiso atrasarse ni siquiera un día en el pago del alquiler. “No quería tener deudas con nadie”. En 2015, la situación ya no le fue favorable y decidió cerrar las puertas del local. “Lo que me mató fue el alquiler, la necesidad y lógica de cumplir siempre con el cliente”. La Comunidad que construyó con el correr de los años se disolvió de golpe y él asegura que no existe otro lugar donde se haya creado un sistema similar. Sin embargo, algunos de los vendedores del Urquiza, que eran clientes suyos, fueron los que le hicieron un lugar en el tren para que pudiera vender.
Se acercaba un tren a la estación. Por el entusiasmo con el que Miguel encaró la charla dejó pasar varios, pero no podía dejar pasar otro. Tenía que empezar su jornada laboral. Me aseguró que le quedaron muchas anécdotas por contar y que no faltaría oportunidad para seguir hablando del tema: la próxima vez, con un trago de por medio. Se despidió, subió al tren y comenzó a transitar su habitual camino a través de los vagones. Las puertas se cerraron y el tren continuó su marcha.
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