De mujeres alteradas ni hablamos
Es otra tarde normal –si llamamos “normal” al hecho de estar encerrada entre cuatro paredes que rebalsan de todas esas estupideces que a las mujeres las vuelven locas–, en la que estoy tranquila escuchando ese programa de radio que tanto me gusta y disfrutando de mi soledad, hasta que todo se viene abajo. Todo se desmorona. Veo por la puerta de vidrio acercarse a esa insoportable criatura que, lamentablemente, nunca se olvida de pasar a visitarme. Entra con su voz chillona y me pregunta, para variar:
- ¿Está Gabriela?
¡No! ¿Dónde va a estar? ¿Piensa que la tengo escondida por ahí? Todavía no comprendo si me está haciendo una joda que ya perdió la gracia, o si realmente no le conectan del todo bien las neuronas. Todas las tardes, la misma pregunta. Si estuviera Gabriela, la vería, señora.
Pero esta pesadilla diaria no termina acá. Para mi desgracia, esta mujer entra para quedarse. Tiene una rutina simple, pero agotadora. Primero, me habla por décima vez –para poner un número, porque ya perdí la cuenta– sobre Pupi. Que “Pupi se hizo pis en la cama”; que “Pupi tiró la ropa al piso”, que “Pupi cumplió años” y que le hizo “un pastelito con una vela para que festeje”. ¿Cómo le vas a hacer un pastel con una vela a tu perro? Si alguien quiere pasar a contarme alguna que otra pavada como esa, haga fila que lo escucho, si para eso estoy acá...
Para seguir con los pasos de su rutina, una vez que termina de contarme la historia de su adorable perrito, arranca con lo peor. Se comporta como una niña que quiere tocar y llevarse todo. Claro, uno pensaría: “Aprovechá nena, que tenés que vender”. Ese consejo me lo di a mí misma la primera vez que vino –qué ingenua yo al pensar que sería una clienta más–, pero en ahora ¡prefiero no vender en toda la tarde a tener que soportar a esta mujer un tanto alterada que no me deja en paz!.
Volviendo al tema, este estorbo constante comienza a sacar prendas de lugar y revolearlas por ahí, en algún sillón que encuentra, para luego probárselas. Y más allá de que me desacomode todo y me dé vuelta el local, lo peor es que no parece que entendiera que existen dos cambiadores apropiados para la ocasión. Pareciera que, en su universo paralelo, es una bailarina de strip-tease, porque no encuentro justificativo por el cual empieza a cambiarse en el medio del negocio. Le agradezco, señora, pero no tengo muchas ganas de observar su esbelta figura paseando por ahí en ropa interior.
Además de este problema de comprensión, se ve que tiene una grave distorsión en la imagen corporal. “Talle uno te dije, traeme talle uno, chiquita”, es lo que me repite todo el tiempo. Sí, mujer, ¡le llevaría talle uno si lo fuera, pero si usted es talle cuatro cómo pretende que esta mini pollerita –porque claro, ahora los talles vienen cada vez más chicos, ya que todas nos mimetizamos con escarbadientes- le pase por ahí!
Para terminar el show, una vez que me dio vuelta todo para encontrar una cosa que le guste, pretende que le haga una rebaja. Y sí... ¿qué otra cosa querría para concluir su rutina? Me insiste unas veinte, treinta veces. Intenta negociar conmigo pero no hay caso. Feliz de que logré mi cometido por primera vez –se lleva la prenda al precio actual y se retira de mí vista de una vez por todas–, me dispongo a cobrarle. Y no va que, para no perder la costumbre, una vez más, la muy perra me dice:
- Dejá, no importa, paso cuando esté Gabriela y lo hablo con ella. Hasta lueguito.
Y así concluye este círculo sin fin. Así se va y me deja sola, con todo el local dado vuelta, a cinco minutos de cerrar y con la maldita prenda en la mano.
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