Furgón, no voy en primera
Ayer fui a buscar cosas a Capital. Una vez por mes tengo que ir y traer un par de bultos medio grandes y medio pesados, en fin, incómodos. Para ahorrar guita, me hago el pulenta y los cargo en bondi y en tren. Justamente en el tren, me dispuse a sentarme en un asiento, pero estaban todos ocupados o no cabía con mi equipaje en ningún lado. La cosa es que, como suele pasar, terminé en el furgón. La opción más obvia, claro. Me senté en el piso con mis bultos y listo el pollo. Podría haberme sentado en el piso en cualquier parte del tren, pero la gente tiene eso de mirar con una cara como diciendo: “Hay UN lugar para que hagas eso”. En parte es cierto, y ESE lugar es el furgón. El rincón de los segregados de la segregación.
Ahora, la onda es que, como en el furgón viajan los estereotipos de “negro”, “cabecita”, “rocho”, vendedor ambulante, “fumaporro”, “vagancia” o “escabio”, se supone que ahí ningún ciudadano común tiene cabida. Pero en el furgón, destinado a los laburantes que viajamos con bultos o bicis, hay más valores de los que cualquier improvisado se imagina.
Algún cartero, afilador, cadete o peatón con ruedas podrá dar fe de esto. Tanto al subir como al bajar recibe la mano solidaria de alguien que lo espera y lo ayuda a acomodarse. Cualquier laburante de todos los rubros puede asegurar que al subir o entrar en el furgón se acostumbra saludar a quienes ya se encuentran en él. Un “buenos días” o “buenas tardes” es lo más común. El “¿cómo va, muchachos?” suele tener algo de frecuencia. Las damas también son bien recibidas, aunque a veces demasiado, y la piropeada fugaz incomoda a más de una. Tampoco falta oportunidad para un convite especial, producto de la bienvenida: alguna que otra bebida fresca, puchos de distintas marcas y aromas, y hasta algo para picar, dependiendo lo que haya.
Sabido es que muchas veces cuesta que algún pasajero dormitando ceda el asiento a quienes lo necesiten un poco más que los cansados. Bueno, eso en el furgón se resuelve con el suelo. Lugar hay para todos, aunque la casa también se reserva el derecho de admisión. Suceden cosas y se oyen relatos poco habituales. En esos casos, sacarse la careta puede ser necesario, pero lo más importante es tomarse todo con naturalidad y soltura. Así, es probable que aparezcan historias lindas de compartir con discreción, y anécdotas adecuadas para una sobremesa o juntada con amigos.
En una de esas, te puede salir un tipo de lo más amable, aleccionador de la moral y las buenas costumbres furgoneras, con que no sos lo suficientemente callejero para hacerte el piola como vendedor ambulante frente a los pibes. Ese mismo personaje también puede confesarle a uno que preguntó de más que “mandaron a cargarse al Keco allá adentro”. Y seguir: “Lo que pasa es que no sabés lo que hubiese pasado si el Keco hubiese estado la otra vuelta en el barrio. Vos sabés cómo era el Keco, y ya lo estaban por largar. Dos semanas le faltaban para salir. Juntamos unos mangos, arreglamos con dos giles que se amotinaron con él y listo, asunto terminado. Pero bueno, no sé lo que sería la cosa acá en el barrio con ese loco otra vez entre nosotros”.
Con la misma naturalidad, el tipo puede acudir a la solidaridad de los circunstanciales pasajeros para que colaboren con alguna seda, fuego o un careta. En esos casos, toda situación es oportuna para picar y armar. “¿Y ese, amigo, de dónde es?”. “De allá, de Florida”. “¿Ah sí, hay alguna nota por ahí?”. “Sí, pero tenés que conocer”. Así, el viaje interminable se va fundiendo de experiencias sensoriales, y el olor a frenos del tren se mezcla con el humo de los choripanes, las tortillas y los gases lacrimógenos del Ceamse. La cadencia cumbiera y colombiana que fluye en los celulares se encuentra con los acordeones chamameceros y algunas guitarras rockeras. El vendedor de música romántica conversa con un chico que necesita cinco o diez centavitos para comprar la leche y el pan para sus hermanitos. A su vez, esa charla se cruza, una y otra vez, con un diálogo cotidiano que quizás resuena en las cabezas de millones de personas: ¿Qué sería del conurbano sin los trenes? ¿Qué sería de los trenes sin el conurbano?
A la vuelta del alienante trance de cuarenta kilómetros ida y vuelta de ayer, escuché de refilón la voz de un cubano militante que, de paseo por la Argentina, se reunía con un grupo de compañeros. Al parecer, él también tuvo que sortear la curiosa situación de viajar en tren desde el corazón de la ciudad hasta la punta de sus tentáculos. En el recorrido, ya subido a la formación, le tuvo que decir a un usuario quejoso de las frecuencias del servicio, que “ayer un nuevo tren le estaba pasando por delante y vos, así y todo, frente a una mole que anda a toda velocidad, no la querías ver”.
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