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El linyera nocturno

Por Rocío Ilarri.

Camina solo entre las calles mientras todo el pueblo está profundamente dormido. Es un fantasma, un espectro que vaga por las ciudades, ajeno a los ojos de los demás. Se encuentra en la intemperie porque allí ningún gobierno aún ha podido cobrarle impuestos. Pero no es el único, hay más. Nos rodean e invaden. Convivimos con ellos pero ni su más evidente presencia nos perturba o modifica por el simple hecho de la indiferencia.

Ya decía Saramago, “somos ciegos que pueden ver pero que no miran”. Y cuando miramos, los tomamos como bolsas de basura cultural que se arrojan a la sociedad contemporánea. A la deriva, durante la noche, una lluvia pasajera golpea con fuerza el cuerpo de un transeúnte que vaga por las calles sin rumbo y sin destino, una sombra entre las tinieblas oculta y mimetizada entre edificios venidos a menos y la acera.

Se refugia cerca de un árbol arcaico cuyas raíces levantan las baldosas de la vereda, donde al reparo de un toldo busca en una carriola, que arrastraba con él, el néctar que aliviará sus penas. Cuida y besa como a un bebe enfermo una botella de vino barato que compró con lo que juntó durante el día, remedio que mitiga la facultad de la locura, que guía sus actos y adorna su existencia; mientras perros en igual condición, aunque más astutos, se le echan al lado para mendigar comida y encontrar entre los harapos que llevaba de vestuario, abrigo y cobijo.

La noche se hacía madrugada y la lluvia parecía no dar tregua. En tiempos en que la ficción monoteísta no aporta nada a las almas solitarias, aquellos salvajes animales sin dueño ni correa, atacados por las pulgas y enfermos de sarna y rabia, eran el consuelo de un linyera desvariado por el alcohol, con el peso de una vida de miserias reflejado en su esquelética anatomía.


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